«Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3)
Reflexiones sobre la santidad cristiana a la luz de la
experiencia de Madre Teresa de Calcuta

Adviento 2003 – Predicación a la Curia Romana – P. Raniero Cantalamessa

«ESTA ES LA VOLUNTAD DE DIOS, VUESTRA SANTIFICACIÓN» (1 TS 4, 3) 1
PRIMERA PREDICACIÓN: «SAL DE TU TIERRA Y VE» 1

1. EN LA FUENTE DE LA SANTIDAD 2
2. EL GRANO DE LA GRANADA 3
3. LAS BUENAS INSPIRACIONES 4
4. EL DISCERNIMIENTO DE LOS ESPÍRITUS 4
5. DEJARSE GUIAR POR EL ESPÍRITU 5
SEGUNDA PREDICACIÓN: «AUNQUE CAMINE POR UN VALLE OSCURO...» 6
1. EN LA OSCURIDAD DE LA NOCHE 6
2. MADRE TERESA DE CALCUTA Y PADRE PÍO DE PIETRELCINA 7
3. NO SÓLO PURIFICACIÓN 8
4. AL LADO DE LOS ATEOS 9
5. NUESTRA PEQUEÑA NOCHE 10
TERCERA PREDICACIÓN: «¿CONOCÉIS A JESÚS VIVO?» 12
1. JESÚS, SENTIDO DE LA VIDA DE MADRE TERESA 12
2. FRUTO DEL AMOR ES EL SERVICIO 14
3. «YO ESTOY EN MEDIO DE VOSOTROS COMO EL QUE SIRVE» 15
4. EL AMOR POR CRISTO: NO ES POSIBLE PENSAR EN UNO MAYOR 16

Primera predicación: «SAL DE TU TIERRA Y VE»
5 diciembre

Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas:
La beatificación de Madre Teresa de Calcuta, el 19 de octubre pasado, puso ante los ojos de todos que existe una sola y auténtica grandeza en el mundo, y es la santidad. Contemplando la multitud que llenaba cada rincón de la Plaza de San Pedro y de Via della Conciliazione en el momento en que se descubría la imagen de la beata y el coro cantaba el Aleluya, esta verdad saltaba a la vista. ¿Qué otra persona en el mundo es honrada así? ¿Por una multitud tan numerosa y sobre todo reunida aquí no por orden de nadie, como a menudo ocurre en las grandes convocatorias de los regímenes totalitarios, sino espontáneamente, por pura admiración y amor a la persona?
Era una confirmación de la verdad del célebre pensamiento de Pascal. Existen en el mundo tres órdenes o niveles posibles de grandeza: el orden de los cuerpos en el que sobresalen las personas ricas, de extraordinaria belleza o prestancia física, el orden de la inteligencia y del genio en el que destacan artistas, escritores, científicos, y el orden de la santidad en el que, después de Cristo, sobresalen la Virgen y los santos (Pensamientos 793 Br). Una distancia casi infinita, escribe Pascal, separa el segundo orden del primero, pero una distancia infinitamente más infinita separa el tercero del segundo orden, el orden de la santidad del del genio. «Una gota de santidad –decía el músico Gounod— vale más que un océano de genio». La gloria de la santidad no acaba con el tiempo, sino que dura eternamente. La teoría de santos que tenemos delante en el mosaico frontal de esta capilla nos recuerda precisamente esto y nos acompaña en esta meditación alentándonos a seguirles.
En la carta apostólica Novo millennio ineunte, el Santo Padre dice que la santidad «es la perspectiva en la que debe situarse todo el camino pastoral de la Iglesia». Esta santidad, explica, es sobre todo don objetivo que nos ha procurado Cristo con su muerte redentora y que hemos recibido en el bautismo; pero, añade, «el don se traduce a su vez en un compromiso que debe gobernar toda la existencia cristiana». [1]
En otras ocasiones me he detenido en la santidad de Cristo como don gratuito del que apropiarse mediante la fe, haciendo lo que amo llamar el «golpe de audacia» en la vida espiritual; esta vez, tras la estela de Madre Teresa, querría insistir en la santidad de Cristo como modelo a imitar en la vida.
A tal propósito, en la tarjeta de invitación a estas predicaciones de Adviento, se cita un pensamiento de Madre Teresa. Dice: «Hoy la Iglesia necesita santos. Ello exige combatir nuestro apego a las comodidades que nos lleva a elegir una mediocridad cómoda e insignificante. Cada uno de nosotros tiene la posibilidad de ser santo y el camino para la santidad es la oración. La santidad es para cada uno de nosotros un sencillo deber».

1. En la fuente de la santidad

En la vida de Madre Teresa descubrimos cuál es el acto inicial del que parte normalmente la aventura de la santidad, la «primera piedra» del edificio. Para consuelo nuestro, descubrimos que este acto puede ocurrir en cualquier edad de la vida. En otras palabras, nunca es demasiado tarde para empezar a hacerse santos. Santa Teresa de Ávila vivió durante muchos años una vida bastante ordinaria y no sin compromisos, cuando sucedió el cambio que hizo de ella lo que sabemos.
Lo mismo se repitió en la vida de su homónima Madre Teresa de Calcuta. Hasta la edad de 36 años ella era una religiosa de la Congregación de Loreto, ciertamente fiel a su vocación y dedicada a su trabajo, pero nada hacía prever en ella algo extraordinario. Fue durante un viaje en tren desde Calcuta a Darjeeling por su retiro espiritual anual cuando ocurrió el hecho que cambió su vida. La voz misteriosa de Dios le dirigió una invitación clara: deja tu orden, tu vida anterior y ponte a mi disposición para una obra que yo te indicaré. Entre las hijas de Madre Teresa, este día –el 10 de septiembre de 1946— se recuerda con el nombre de «día de la inspiración».
Gracias a los documentos que salieron a la luz durante el proceso de beatificación, conocemos hoy las palabras exactas que le dijo Jesús: «Deseo religiosas indias, Misioneras de la Caridad, que sean mi fuego de amor entre los más pobres, los enfermos, los moribundos, los niños de la calle. Quiero que tu conduzcas hacia mí a los pobres... ¿Rechazarías hacer esto por mí?». Y también: «Hay conventos con muchas religiosas que se ocupan de las personas ricas y favorecidas, pero para mis indigentes no existe absolutamente ninguno».
En la vida de Madre Teresa se renueva en este momento la experiencia de Abraham, a quien un día Dios dijo: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12, 1). El «¡Sal!» dirigido a Abraham es diferente de la orden dirigida más tarde a Lot de salir de Sodoma (Cf. Gn 19, 15). Nada indica que Ur de los Caldeos tuviera un ambiente particularmente corrupto y que Abraham no pudiera salvarse quedándose donde estaba. En su Tríptico Romano, el texto poético publicado este año, el Papa reflexiona sobre los probables sentimientos de Abraham ante la propuesta divina: «¿Por qué debo salir de aquí? ¿Por qué debo dejar Ur de los Caldeos?» [2]
Las mismas preguntas, sabemos, se hizo Madre Teresa. Fue una laceración interior. Al arzobispo Périer confía: «He sido y sigo siendo muy feliz como religiosa de Loreto, para dejar lo que amo y exponerme a nuevas fatigas y sufrimientos que serán grandes». Dirigiéndose a Jesús dice: «¿Por qué no puedo ser una perfecta religiosa de Loreto?... ¿Por qué no puedo ser como todas las demás?... Lo que me pides es demasiado grande para mí... Busca una alma más digna y más generosa».
Se repite también en ello una constante de la Biblia. Moisés decía: «Yo no he sido nunca hombre de palabra fácil» (Ex 4, 10), y Jeremías: «Soy demasiado joven...» (Jr 1, 6). Pero Dios sabe distinguir cuándo las objeciones de sus llamados nacen de una resistencia a su voluntad y cuándo nacen en cambio de miedo a engañarse y a no estar a la altura de la misión. Por ello no se ofende por sus peticiones de explicaciones. No se detuvo ante la pregunta de María: «¿Cómo será esto?», mientras que reprendió a Zacarías y le dejó mudo por el mismo interrogante (Cf. Lc 1, 18). La pregunta de María no nacía de la duda, sino del legítimo deseo de saber qué debía hacer para llevar a cabo lo que Dios le pedía.
Al final, Madre Teresa, como María, dijo a Dios su pleno fiat, «sí». Lo dijo con los hechos que conocemos y lo dijo con gozo. La palabra griega traducida en latín con fiat es genoito. En la traducción se pierde lamentablemente un matiz importantísimo: genoito está en el modo optativo, no concesivo como fiat: no expresa simple asentimiento o resignación a que una cosa ocurra (es como decir: «si no se puede hacer de otro modo, de acuerdo, fiat voluntas tua! »); expresa, al contrario, deseo, impaciencia, alegría de que ocurra una cosa. Por esto se llama modo «optativo». «Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7): una palabra que Madre Teresa no se cansaba de inculcar a sus hijas, pero que sobre todo mostró con su sonrisa toda la vida.

2. El grano de la granada

En este punto, está claro cuál es el acto fundamental, aquella «primera piedra» sobre la que se apoya la santidad de Madre Teresa y de toda santidad cristiana: es la repuesta a una llamada, y la obediencia a una inspiración divina, discernida y reconocida como tal. Simone Weil, que no era una santa pero admiraba perdidamente la santidad, habla del «asentimiento que el alma en estos momentos da a Dios, como algo imperceptible, en medio de todas las inclinaciones carnales, un minúsculo grano de granada, que aún decide su destino para siempre» [3]
Todas las grandes empresas de santidad de la Biblia y de la historia de la Iglesia reposan sobre un «sí» dicho a Dios en el momento en que Él revela personalmente a alguien su voluntad. De la fe-obediencia de Abraham, la Escritura hace depender toda la historia sucesiva del pueblo elegido: «Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz» (Gn 22, 18); de la fe-obediencia de María, Dios ha querido hacer depender el inicio de la nueva y eterna alianza.
En su libro autobiográfico Don y Misterio, el Santo Padre Juan Pablo II escribe: «En otoño de 1942 tomé la decisión definitiva de entrar en el seminario» [4]: la cursiva en el texto indica muchas explicaciones que no se ofrecen, pero que se intuyen. Esa decisión fue precedida también de una llamada; fue la decisión de responder a una invitación, como es toda vocación sacerdotal. Ahora sabemos qué construyó Dios sobre esa decisión, sobre aquel «Aquí estoy, yo iré», pronunciado en el lejano 1942.
Imagino el estupor y la conmoción de Madre Teresa en el ocaso de su vida, cuando recordaba aquel viaje en tren. ¡Lo que Dios había sabido realizar con su pequeño y sufrido «sí»! ¡Qué proyecto grandioso tenía ya en la mente que ella no conocía! No puedo pensar en su alma al final de la vida más que cantando un sorprendido y conmovido «Engrandece mi alma al Señor... Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí».
Al inicio de este año, las Misioneras de la Caridad me concedieron el honor de predicarles los ejercicios espirituales de preparación al capítulo general celebrado en Calcuta (en realidad, eran ellas las que me predicaban ejercicios a mí con la extraordinaria seriedad, pobreza y oración incesante). Me pareció advertir, desde el primer encuentro, el deseo de Madre Teresa desde el cielo de que el primer capítulo celebrado tras su muerte fuera ocasión para un conmovido y coral Magnificat a Dios de parte de sus hijas por aquello que había hecho en su vida y seguía haciéndolo en la de ellas. Lo transmití con sencillez a las presentes y, a capítulo cerrado, la Madre General, Sor Nirmala, confió que esto había sido de hecho, y ante todo, el capítulo general.
En la vida de cada uno de nosotros, como en la vida de Madre Teresa, ha habido una llamada; de otra forma no estaríamos aquí. Incluso nuestro «sí» fue tal vez un «sí» en la oscuridad, sin saber dónde nos llevaría. A años de distancia, no debemos tener miedo de reconocer lo que Dios ha sabido construir sobre aquel pequeño «sí», a pesar de nuestras resistencias e infidelidades, y entonar también nosotros un conmovido y agradecido «Engrandece mi alma al Señor».

3. Las buenas inspiraciones

Pero ahora debemos acordarnos de la máxima de los antiguos a propósito del culto a los santos: «Imitari non pigeat quod celebrare delectat»: no debemos dejar de imitar lo que nos agrada celebrar [5]. El caso de Madre Teresa nos recuerda una cosa esencial para nuestra santificación: la importancia de obedecer las inspiraciones. Esto no es algo que se deba practicar una sola vez en la vida. A la primera, decisiva llamada de Dios, le siguen muchas otras invitaciones discretas que llamamos las buenas inspiraciones. De la docilidad a éstas depende todo nuestro progreso espiritual.
Se entiende fácilmente por qué la fidelidad a las inspiraciones es el camino más breve y más seguro a la santidad. Esta no es obra del hombre; no basta por ello tener un programa de perfección bien claro para poder llevarlo a cabo progresivamente. No existe un modelo de perfección idéntico para todos. Dios no hace santos en serie, no ama la clonación. Cada santo es una invención inédita del Espíritu. Dios puede pedir a un santo lo opuesto de lo que pide a otro. ¿Qué hay de común, para seguir en tiempos próximos a nosotros, entre Escrivá de Balaguer y Madre Teresa? Sin embargo, los dos son santos para la Iglesia.
No sabemos por lo tanto desde el principio cuál es en concreto la santidad que Dios quiere de cada uno de nosotros; sólo Dios la conoce y nos la desvela según avanza el camino. Con ello consigue que para alcanzar la santidad el hombre no pueda limitarse a seguir las reglas generales que valen para todos. Debe entender lo que Dios le pide a él y solamente a él. Pensemos en qué habría ocurrido si José de Nazareth se hubiera limitado a seguir fielmente las reglas de santidad entonces conocidas, o si Madre Teresa se hubiera obstinado en observar las reglas canónicas vigentes en los institutos religiosos. Lo que Dios quiere en particular de cada uno se descubre a través de los acontecimientos de la vida, de la palabra de la Escritura, de la orientación del director espiritual; pero el medio principal y ordinario son precisamente las inspiraciones de la gracia. Estas son las solicitudes interiores del Espíritu en lo profundo del corazón a través de las cuales Dios no sólo da a conocer lo que pide, sino que al mismo tiempo comunica la fuerza necesaria para realizarlo si la persona acepta.
Las buenas inspiraciones tienen algo en común con la inspiración bíblica, dejando a un lado naturalmente la autoridad y el alcance que son esencialmente diferentes. «Dios dijo a Abraham...», «el Señor habló a Moisés»: este hablar del Señor no era, desde el punto de vista de la fenomenología, distinto del que sucede en las inspiraciones de la gracia. La voz de Dios, incluso en el Sinaí, no resonaba en el exterior, sino dentro del corazón en forma de claridad, de impulsos, originados por el Espíritu Santo. Los Diez Mandamientos no fueron grabados por el dedo de Dios en piedra, sino en el corazón de Moisés, quien después los grabó en piedra. «Hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios» (2 P 1, 21); eran ellos los que hablaban, pero movidos por el Espíritu Santo; repetían con la boca lo que oían en el corazón.
Toda fidelidad a una inspiración es recompensada por inspiraciones cada vez más frecuentes y más fuertes. Es como si el alma se entrenara para llegar a una percepción cada vez más clara de la voluntad de Dios y a una mayor facilidad para cumplirla.

4. El discernimiento de los espíritus

El problema más delicado respecto a las inspiraciones ha sido siempre el de discernir las que vienen del Espíritu de Dios de las que vienen del espíritu del mundo, de las propias pasiones o del espíritu maligno.
El tema del discernimiento de los espíritus ha sufrido en los siglos una notable evolución. Al principio, se concebía como el carisma que servía para distinguir, entre las palabras, oraciones y profecías pronunciadas en la asamblea, cuáles procedían del Espíritu de Dios y cuáles no. A continuación, ello sirvió sobre todo para discernir las propias inspiraciones y para guiar las propias elecciones. La evolución no es arbitraria; se trata de hecho del mismo don, si bien aplicado a objetos diferentes.
Existen criterios de discernimiento que podríamos llamar objetivos. En el terreno doctrinal, éstos se resumen para Pablo en el reconocimiento de Cristo como Señor: «Nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: “¡Anatema es Jesús!”; y nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor! sino con el Espíritu Santo”» (1 Cor 12, 3); para Juan se resumen en la fe en Cristo y en su encarnación: «Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. Podréis reconocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios» (1 Jn 4, 1-3).
En el terreno moral, un criterio fundamental viene de la coherencia del Espíritu de Dios consigo mismo. Este no puede pedir algo que sea contrario a la voluntad divina, como se expresa en la Escritura, en la enseñanza de la Iglesia y en los deberes del propio estado. Una inspiración divina jamás pedirá realizar actos que la Iglesia considera inmorales, por muchos aparentes argumentos contrarios a la carne que sea capaz de sugerir en estos casos; por ejemplo, que Dios es amor y por ello todo lo que se hace por amor es de Dios.
Si un religioso desobedece a sus superiores, aún con un objetivo loable, ciertamente no sería una inspiración de la gracia, porque la primera inspiración que Dios manda es precisamente la de obedecer. Madre Teresa esperó pacientemente a que la autoridad eclesiástica reconociera su inspiración antes de ponerla por obra.
A veces, sin embargo, estos criterios objetivos no bastan porque la elección no es entre el bien y el mal, sino entre un bien y otro bien, y se trata de ver qué es lo que Dios quiere en una circunstancia precisa. Fue sobre todo para responder a esta exigencia que San Ignacio de Loyola desarrolló su doctrina sobre el discernimiento.
Él invita a observar las intenciones (los «espíritus») que están detrás de una elección y las reacciones que ésta provoca [6]. Se sabe que lo que viene del Espíritu Santo lleva consigo alegría, paz, tranquilidad, dulzura, sencillez, luz. Lo que proviene del espíritu del mal, en cambio, lleva consigo tristeza, turbación, agitación, inquietud, confusión, tinieblas. El Apóstol lo aclara contraponiendo entre sí los frutos de la carne (enemistades, discordia, celos, disensiones, divisiones, envidias) y los frutos del Espíritu, que son sin embargo amor, alegría, paz... (Cf. Gal 5, 19-22).
En la práctica las cosas, es verdad, son más complejas. Una inspiración puede venir de Dios y, pese a ello, causar una gran turbación. Pero esto no se debe a la inspiración, que es dulce y pacífica como todo lo que proviene de Dios; nace más bien de la resistencia a la inspiración. También un río sereno, si encuentra obstáculos, provoca remolinos. Si la inspiración es acogida, el corazón se encuentra inmediatamente en una paz profunda. Dios recompensa cada pequeña victoria en este campo, haciendo sentir al alma su aprobación, que es la alegría más pura que existe en el mundo.

5. Dejarse guiar por el Espíritu

El fruto concreto de esta meditación debe ser una renovada decisión a confiarnos en todo y para todo a la guía interior del Espíritu Santo, como en un tipo de «dirección espiritual». Si acoger las inspiraciones es importante para todo cristiano, es vital para quien tiene tareas de gobierno en la Iglesia. Sólo así se permite al Espíritu de Cristo que guíe Él mismo su Iglesia a través de sus representantes humanos. No es necesario que en una nave todos los pasajeros estén con la oreja pegada a la radio de a bordo para recibir indicaciones sobre la ruta, eventuales icebergs y las condiciones meteorológicas, pero es indispensable que lo estén los encargados. De una «inspiración divina» valientemente acogida por el Papa Juan XXIII nació el Concilio Vaticano II y nacieron en tiempos más cercanos a nosotros muchos otros gestos proféticos.
Es esta necesidad de la guía del Espíritu Santo lo que ha inspirado las palabras del Veni Creator: Ductore sic te praevio vitemus omne noxium: «contigo como guía evitaremos todo mal». En su Tríptico Romano, el Santo Padre retoma esta palabra cuando, hablando del momento de elegir al sucesor de Pedro, pone en la boca de los presentes la oración: «Tú que penetras todo ... ¡indica!».
Debemos abandonarnos todos al Maestro interior que nos habla sin ruido de palabras. Como buenos actores, debemos tener el oído atento, en las grandes y en las pequeñas ocasiones, a las voz de este apuntador escondido, para recitar fielmente nuestra parte en la escena de la vida.
Es más fácil de lo que se piensa, porque Él nos habla dentro, nos enseña cada cosa, nos instruye sobre todo. «Y en cuanto a vosotros - nos asegura Juan -, la unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe; su unción os enseña acerca de todas las cosas, y es verdadera y no mentirosa» (1 Jn 2, 27). Basta a veces con una simple ojeada interior, un movimiento del corazón, un instante de recogimiento y de oración. Con las palabras de una conocidísima oración litúrgica pedimos a Dios, por intercesión de la Beata Teresa de Calcuta, el don de reconocer y seguir sus inspiraciones divinas como las siguió ella: «Actiones nostras, quaesumus Domine, aspirando preveni et adjuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat et per te cepta finiatur» [7]. «Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que toda nuestra actividad tenga en ti su inicio y en ti su cumplimiento. Por Cristo Nuestro Señor».

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1 NMI, 30.
2 Juan Pablo II, Tríptico Romano, III. Monte en la Región de Moria, 1 (Libreria Editrice Vaticana, 2003, p. 35.
3 S. Weil, Intuitions préchrétiennes, París 1967 (trad. ital. La Grecia e le intuizioni prechristiane, Turín 1967, p. 113.s.)
4 Juan Pablo II, Don y Misterio, Libreria Editrice Vaticana, Roma 1996, p. 21.
5 Florilegium Frisingense, n.371 (CCL, 108D):
6 Cf. S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, cuarta semana (ed. BAC, Madrid 1963, pp. 262 ss).
7 Oración del jueves después de Ceniza.


Segunda predicación: «AUNQUE CAMINE POR UN VALLE OSCURO...»
Viernes 12 diciembre 2003
Un día, Francisco de Asís exclamó: «Carlo emperador, Orlando y Oliviero, todos los paladines y bravos guerreros que fueron valientes en los combates, persiguiendo a los infieles con mucho sudor y fatiga hasta la muerte, lograron sobre ellos una gloriosa y memorable victoria, y por último estos santos mártires cayeron en batalla por la fe de Cristo. Pero hay muchos que, sólo narrando sus gestas, quieren recibir honor y gloria de los hombres» [1].
En una de sus Admoniciones, el santo explicó lo que había querido decir con aquellas palabras: «Es una gran vergüenza para nosotros, siervos del Señor, el hecho de que los santos actuaron con los hechos y nosotros, relatando y predicando las cosas que ellos hicieron, queramos recibir honor y gloria» [2]. Estas palabras me vienen a la memoria como una austera señal en el momento en que me dispongo a ofrecer la segunda meditación sobre la santidad de Madre Teresa de Calcuta.

1. En la oscuridad de la noche

¿Qué ocurrió después de que Madre Teresa diera su «sí» a la inspiración divina que la llamaba a dejar todo para ponerse al servicio de los más pobres entre los pobres? El mundo ha conocido bien lo que sucedió en torno a ella - la llegada de las primeras compañeras, la aprobación eclesiástica, el vertiginoso desarrollo de sus actividades caritativas -, pero hasta su muerte, nadie ha sabido lo que sucedió dentro de ella.
Lo han revelado los diarios personales y las cartas a su director espiritual, hechos públicos con ocasión del proceso de beatificación: «Con el inicio de su nueva vida al servicio de los pobres, una opresiva oscuridad vino sobre ella» [3]. Bastan algunos breves fragmentos para dar una idea de la densidad de las tinieblas en las que se encontró:

«Hay tanta contradicción en mi alma, un profundo anhelo de Dios, tan profundo que hace daño, un sufrimiento continuo, y con ello el sentimiento de no ser querida por Dios, rechazada, vacía, sin fe, sin amor, sin entusiasmo... El cielo no significa nada para mí, me parece un lugar vacío» [4].
No ha sido difícil reconocer inmediatamente en esta experiencia de Madre Teresa un caso clásico de lo que los estudiosos de la mística, detrás de San Juan de la Cruz, suelen llamar la noche oscura del espíritu. Taulero hace una descripción impresionante de esta etapa de la vida
espiritual:
«Entonces somos abandonados de tal forma que ya no tenemos conocimiento de Dios y caemos en tal angustia que ya no sabemos si hemos estado en el camino justo, ni sabemos ya si Dios existe o no, o si nosotros mismos estamos vivos o muertos. De suerte que sobre nosotros cae un dolor tan extraño que nos parece que todo el mundo en su extensión nos oprime. Ya no tenemos ninguna experiencia ni conocimiento de Dios, e incluso todo lo demás nos parece repugnante, de forma que nos parece estar prisioneros entre dos muros» [5].

Todo permite pensar que esta oscuridad acompañó a Madre Teresa hasta la muerte [6], con un breve paréntesis en 1958, durante el cual pudo escribir gozosa: «Hoy mi alma está llena de amor, de alegría indecible y de una ininterrumpida unión de amor» [7]. Si a partir de cierto momento ya no habla casi de ello, no es porque la noche se haya terminado, sino porque ella se ha adaptado a vivir en ésta. No sólo la ha aceptado, sino que reconoce la gracia extraordinaria que encierra para ella.

«He comenzado a amar mi oscuridad, porque creo que ésta es una parte, una pequeñísima parte, de la oscuridad y del sufrimiento en que Jesús vivió en la tierra» [8].

La flor más perfumada de la noche de Madre Teresa es su silencio sobre ésta. Tenía miedo, al hablar de ello, de hacerse notar. Las personas más cercanas a ella no sospecharon nada, hasta el final, de este tormento interior de la Madre. Por orden suya, el director espiritual tuvo que destruir todas sus cartas y si algunas se salvaron es porque él, con permiso de ella, hizo una copia para el arzobispo y futuro cardenal T. Picachy, las cuales se encontraron tras su muerte. El arzobispo, afortunadamente, rechazó la petición que le hizo también a él Madre Teresa de destruirlas.
El peligro más insidioso para el alma en la noche oscura del espíritu es el de... percatarse de que se trata, precisamente, de la noche oscura, de aquello que los grandes místicos vivieron antes de ella y, por lo tanto, formar parte de un círculo de almas elegidas. Con la gracia de Dios, Madre Teresa evitó este riesgo escondiendo a todos su tormento bajo una eterna sonrisa.

«Todo el tiempo sonriendo, dicen de mí las hermanas y la gente. Piensan que mi interior está lleno de fe, confianza y amor... ¡Si sólo supieran cómo mi apariencia gozosa no es sino un manto con el que cubro vacío y miseria!» [9]

Los Padres del desierto dicen: «Por grandes que sean tus penas, tu victoria sobre ellas están en el silencio» [10]. Madre Teresa lo puso en práctica de forma heroica.

2. Madre Teresa de Calcuta y Padre Pío de Pietrelcina

Con ocasión de la canonización de Padre Pío de Pietrelcina, los observadores laicos expresaron el parecer de que la del místico Padre Pío era una santidad arcaica, a diferencia de la de Madre Teresa, la santa de la caridad, que sería una santidad moderna. Ahora descubrimos que también Madre Teresa era una mística (que Padre Pío era también un santo de la caridad bastaba para demostrarlo la obra que él realizó en el «alivio del sufrimiento»).
El error es contraponer estos dos rasgos de la santidad cristiana que vemos, al contrario, con frecuencia unidos admirablemente, esto es, altísima contemplación y intensísima acción. Santa Catalina de Génova, considerada como una de las cimas de la mística, fue desde Pío XII proclamada patrona de los hospitales en Italia por su obra y la de sus discípulos a favor de los enfermos y de los incurables, que recuerda de cerca la de la Madre Teresa en nuestros días.
En un bello artículo, escrito con ocasión de la beatificación, un autor indio define a Madre Teresa como «una hermana para Gandhi» [11]. Ciertamente muchos rasgos reúnen a las dos grandes almas, los dos Mahatma, de la India moderna, pero es aún más justo, creo, ver en Madre Teresa «una hermana para Padre Pío». Les une no sólo la misma veneración de la Iglesia, sino también un mismo ciclón de gloria de parte de la opinión pública mundial. Una se distinguió sobre todo en las obras de misericordia corporales, el otro en las obras de misericordia espirituales. Pero fue precisamente Madre Teresa la que recordó al mundo de hoy que la pobreza peor no es la de los pobres de cosas, sino la de los pobres de Dios, de humanidad y de amor, la pobreza, en suma, del pecado.
El rasgo que más acerca a estos dos santos es, tal vez, precisamente la larga noche oscura en la que vivieron toda la vida. Siempre recordaré la impresión que tuve al leer, en el coro de San Giovanni Rotondo, donde está expuesto en un marco, el relato con el que Padre Pío describía a su padre espiritual el hecho de los estigmas. Él terminaba haciendo suyas las palabras del salmo que dice: «Señor, no me corrijas en tu enojo, en tu furor no me castigues» (Sal 38, 2). Estaba convencido, y esta convicción le acompañó toda la vida, de que los estigmas no eran un signo de predilección y de aceptación de parte de Dios, sino, al contrario, de su rechazo y del justo castigo divino por sus pecados. Fue aquello lo que me abrió los ojos sobre la estatura mística de este hermano mío del que, hasta entonces, me había interesado poco.
Para irradiar luz, estas dos almas tuvieron que pasar la vida en la oscuridad, convencidas, además, de «engañar a la gente». San Gregorio Magno dice que la característica de los hombres superiores es que «en el dolor de la propia tribulación, no descuidan la conveniencia de los demás; y mientras soportan con paciencia las adversidades que les golpean, piensan en enseñar a los demás lo necesario, semejantes en ello a ciertos grandes médicos que, afectados ellos mismos, olvidan sus heridas para atender a los demás» [12]. Esta señal resplandece en grado eminente en la vida de Madre Teresa y de Padre Pío.

3. No sólo purificación

¿Por qué este extraño fenómeno de una noche del espíritu que dura prácticamente toda la vida? Aquí hay algo nuevo respecto a lo que vivieron y explicaron los maestros del pasado, incluido San Juan de la Cruz. Esta noche oscura no se explica con la única idea tradicional de la purificación pasiva, la llamada vía purgativa, que prepara a la vía iluminativa y a la unitiva. Madre Teresa estaba convencida de que se trataba precisamente de esto en su caso; pensaba que su «yo» era particularmente duro de vencer, si Dios se veía obligado a tenerla durante tan largo tiempo en ese estado.
Pero esto no era cierto. La interminable noche de algunos santos modernos es el medio de protección inventado por Dios para los santos de hoy que viven y trabajan constantemente bajo los focos de los medios. Es el traje de amianto para quien debe ir entre las llamas; es el aislante que impide a la corriente eléctrica salir, provocando cortocircuitos...
San Pablo decía: «Para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne» (2 Co 12,7). La espina en la carne, que era el silencio de Dios, se reveló eficacísima para Madre Teresa: la preservó de todo arrobamiento en medio de todo lo que el mundo decía de ella, también en el momento de recoger el premio Nobel de la paz. «El dolor interior que siento - decía - es tan grande que no me afecta nada toda la publicidad y el hablar de la gente».
También esto une a Madre Teresa y a Padre Pío. Un día, Padre Pío, mirando por la ventana a la multitud reunida en la plaza, preguntó maravillado al hermano que tenía al lado: «¿Por qué han venido todos éstos?», y a la respuesta: «Por usted, Padre», se retiró rápidamente suspirando: «Si sólo supieran...».
Pero existe una razón aún mas profunda que explica estas noches que se prolongan durante toda una vida: la imitación de Cristo, la participación en la oscura noche del espíritu que envolvió a Jesús en Getsemaní y en la que murió en el Calvario, gritando: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». En la carta apostólica Novo millennio ineunte, a propósito del «rostro doliente» de Cristo, el Papa escribe:

«Ante este misterio, además de la investigación teológica, podemos encontrar una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la «teología vivida» de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones preciosas que permiten acoger más fácilmente la intuición de la fe, y esto gracias a las luces particulares que algunos de ellos han recibido del Espíritu Santo, o incluso a través de la experiencia que ellos mismos han tenido de los terribles estados de prueba que la tradición mística describe como «noche oscura». Muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz en la paradójica confluencia de felicidad y dolor». [13]

La carta cita la experiencia de Santa Catalina de Siena y de Teresa del Niño Jesús; ahora sabemos que se podría citar también el ejemplo de Madre Teresa. Ella llegó a ver cada vez más claramente su prueba como una respuesta a su deseo de compartir el «Sitio» de Jesús en la cruz:

«Si la pena y el sufrimiento, mi oscuridad y separación te da una gota de consolación, Jesús mío, haz de mí lo que quieras... Imprime en mi alma y vida el sufrimiento de tu corazón. Quiero saciar tu sed con cada gota de sangre que puedas hallar en mí. No te preocupes de volver pronto; estoy dispuesta a esperarte toda la eternidad» [14].

Sería un gran error pensar que la vida de estas personas sea toda sombrío sufrimiento. La Novo millennio ineunte, hemos oído, habla de una «paradójica confluencia de felicidad y dolor». En el fondo del alma, estas personas gozan de una paz y alegría desconocidas para el resto de los hombres, derivadas de la certeza, más fuerte que la duda, de estar en la voluntad de Dios. Santa Catalina de Génova compara el sufrimiento de las almas en este estado al del Purgatorio, y dice que éste «es tan grande que sólo es comparable al del infierno», pero que existe en ellas una «grandísima alegría» que sólo se puede comparar a la de los santos en el Paraíso [15].
La alegría y la serenidad que emanaban del rostro de Madre Teresa no eran una máscara, sino el reflejo de la unión profunda con Dios, en quien vivía su alma. Era ella la que se «engañaba» sobre sí misma, no la gente.

4. Al lado de los ateos
En lugar de santos «arcaicos», los místicos son los más modernos entre los santos. El mundo de hoy conoce una nueva categoría de personas: los ateos de buena fe, aquellos que viven dolorosamente la situación del silencio de Dios, que no creen en Dios pero no se jactan de ello; experimentan más bien la angustia existencial y la falta de sentido de todo; viven también ellos, a su modo, en una noche oscura del espíritu. Albert Camus les llamaba «los santos sin Dios». Los místicos existen sobre todo para ellos; son sus compañeros de viaje y de mesa. Como Jesús, ellos «están sentados a la mesa de los pecadores y han comido con ellos» (Cf. Lc 15,2).
Esto explica la pasión con la que ciertos ateos, una vez que se han convertido, se han lanzado sobre los escritos de los místicos: Claudel, Bernanos, los dos Maritain, L. Bloy, el escritor J.-K. Huysmans y muchos otros sobre los escritos de Angela de Foligno; T. S. Eliot sobre los de Giuliana de Norwich. Allí encontraban el mismo paisaje que habían dejado, pero esta vez iluminado por el sol. Este año se celebra el 50º aniversario de la primera representación de «Esperando a Godot», el drama más representativo del teatro del absurdo, pero pocos saben que su autor, Samuel Beckett, en su tiempo libre leía a San Juan de la Cruz.
La palabra «ateo» puede tener un sentido activo y un sentido pasivo. Puede indicar uno que rechaza a Dios, pero también uno que –al menos así les parece— es rechazado por Dios. En el primer caso, se trata de un ateismo de culpa (cuando no es de buena fe), en el segundo de un ateismo de pena, o de expiación. En este último sentido podemos decir que los místicos, en la noche del espíritu, son los a-teos, los sin Dios. Madre Teresa tiene palabras que nadie habría sospechado en ella:

«Dicen que la pena eterna que sufren las almas en el infierno es la pérdida de yo experimento precisamente esta terrible pena de la pérdida, de Dios que no me quiere, de Dios que no es Dios, de Dios que en realidad no existe. Jesús, te lo ruego, perdona mi blasfemia» [16].

Pero se da cuenta de la naturaleza distinta, de solidaridad y de expiación, de este «ateísmo» suyo:
«Quiero vivir en este mundo tan lejano de Dios y que ha dado la espalda a la luz de Jesús, para ayudar a la gente, cargando con algo de su sufrimiento» [17].

Los místicos han llegado a un paso del mundo donde viven los sin Dios; han experimentado el vértigo de precipitarse hacia abajo. Escribe Madre Teresa a su padre espiritual:

«He estado a punto de decir “no”... Me siento como si algo, un día u otro, se tuviera que romper en mí». «Ruegue por mí, para que yo no rechace a Dios en esta hora. No quiero hacerlo, pero temo que pueda hacerlo» [18].

Por esto los místicos son los evangelizadores ideales en el mundo post-moderno, donde se vive «etsi Deus non daretur», como si Dios no existiera. Recuerdan a los ateos honestos que no están «lejos del reino de Dios»; que les bastaría dar un salto para encontrarse en la orilla de los místicos, pasando de la nada al todo. Tenía razón Karl Rahner al decir: «El cristianismo del futuro, o es místico o no será». Padre Pío y Madre Teresa son la respuesta a este signo de los tiempos. No debemos «desperdiciar» a los santos reduciéndolos a dispensadores de gracias o de buenos ejemplos.

5. Nuestra pequeña noche

Los místicos tienen sin embargo algo que decirnos a los creyentes, y no sólo a los ateos. No son una excepción, o una categoría aparte de cristianos. Muestran más bien, como de forma ampliada, lo que debería ser la plena expansión de la vida de gracia. Una cosa aprendemos especialmente de la noche oscura de los místicos, y en particular de la de Madre Teresa: cómo comportarnos en tiempo de aridez, cuando la oración se convierte en lucha, fatiga, un golpe de la cabeza contra un «muro de lamentación».
No es necesario insistir en la oración de Madre Teresa en todos aquellos años pasados en la oscuridad; la imagen de ella en oración es la que todos tenemos aún ante de los ojos. Una serie de bellísimas oraciones se encuentran entre la herencia más preciosa que ella dejó a sus hijas y a la Iglesia. De Jesús, el evangelista Lucas dice que «sumido en agonía, insistía más en su oración», factus in agonia prolixius orabat (Lc 22,44). Es lo que se observa también en la vida de estas almas.
La aridez en la oración, cuando no es fruto de disipación o de pactos con la carne, sino permisión de Dios, es la forma atenuada y común que adopta la noche oscura en la mayoría de las personas que tienden a la santidad. En esta situación es importante no rendirse y comenzar a omitir la oración para entregarse al trabajo, visto que se consigue bien poco estando en oración. Cuando Dios no está, es importante al menos que su lugar permanezca vacío y que no sea ocupado por algún ídolo, especialmente el que llamamos activismo.
Para impedir que esto ocurra es bueno interrumpir cada rato el trabajo para elevar al menos un pensamiento a Dios, o para sacrificarle sencillamente un poco de tiempo. En tiempo de aridez hay que descubrir un tipo de oración especial que la beata Angela de Foligno definía como la oración forzada y que dice haber practicado ella misma:
«Es bueno y muy agradable a Dios que tú ores con el fervor de la gracia divina, que veles y te fatigues al realizar toda acción buena; pero es más agradable y aceptable al Señor si, faltándote la gracia, no disminuyes tus oraciones, tus vigilias, tus buenas obras. Actúa sin la gracia como lo hacías cuando la poseías... Tú haz tu parte, hijo mío, y Dios hará la suya. La oración forzada, violenta, es muy agradable a Dios» [19].
Esta es una oración que se puede hacer más con el cuerpo que con la mente. Existe una secreta alianza entre la voluntad y el cuerpo y hay que usarla para reducir la mente... a la razón. A menudo, cuando nuestra voluntad no puede ordenar a la mente que tenga o no ciertos pensamientos, puede ordenar al cuerpo: a las rodillas que se doblen, a las manos que se junten, a los labios que se abran y pronuncien algunas palabras, por ejemplo, «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo».
Un místico oriental, Isaac el Sirio, decía: «Cuanto tu corazón está muerto y ya no tenemos la mínima oración ni súplica alguna, cuando Él venga que nos encuentre postrados con el rostro en tierra perpetuamente». Madre Teresa conoció también esta oración «forzada».

«No puedo decirle lo mal que me sentí el otro día; hubo un momento en el que por poco rechacé aceptar. Entonces tomé decididamente el Rosario y lo recé lentamente y con calma, sin meditar ni pensar en nada» [20].

Simplemente permanecer con el cuerpo en la iglesia, o en el lugar elegido para la oración, simplemente estar en oración, es entonces el único modo que queda para continuar siendo perseverantes en la oración. Dios sabe que podríamos ir y hacer cientos de cosas más útiles y que nos agradarían más, pero permanecemos allí, consumimos en blanco el tiempo a Él destinado por nuestro horario o por nuestro propósito.
A un discípulo que se lamentaba continuamente de no poder orar a causa de las distracciones, un anciano monje, al que se había dirigido, le respondió: «Que tu pensamiento vaya donde quiera, ¡pero que tu cuerpo no salga de la celda!» [21]. Es un consejo que también nos sirve a nosotros, cuando nos encontramos en situación de distracciones crónicas que ya no está en nuestras manos poder controlar: que nuestro pensamiento vaya donde quiera, ¡pero que nuestro cuerpo permanezca en oración!
En tiempo de aridez, debemos recordar la dulcísima palabra del Apóstol: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza...» (Rm 8,26 s). Él, sin que lo notemos, llena nuestras palabras y nuestros gemidos de deseo de Dios, de humildad, de amor. El Paráclito se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra oración «débil», en la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, en el alma de nuestra oración. Verdaderamente, como dice la Secuencia, Él «riega lo que es árido», rigat quod est aridum.
Todo esto sucede por fe. Basta que yo diga: «Padre, tu me has regalado el Espíritu de Jesús; formando, por ello, “un solo Espíritu” con Él, yo rezo este salmo, celebro esta Santa Misa, o estoy simplemente en silencio, aquí, en tu presencia. Quiero darte la gloria y la alegría que te daría Jesús, si fuera Él quien te orara aún desde la tierra». Con esta certeza, concluimos nuestra reflexión orando:
«Espíritu Santo, Tú que intercedes en el corazón de los creyentes con gemidos inenarrables, llama al corazón de tantos de nuestros contemporáneos que viven sin Dios y sin esperanza en este mundo. Ilumina la mente de aquellos que en este momento están delineando la fisonomía futura de nuestro continente; hazles comprender que Cristo no es una amenaza para nadie, sino hermano de todos. Que a los pobres, a los pequeños, a los perseguidos y a los excluidos de la Europa de mañana no les sea quitada, con culpable silencio, la garantía que hasta ahora más les ha defendido del arbitrio de los grandes y de la dureza de la vida: el nombre del primero de ellos, ¡Jesús de Nazareth!».
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[1] Leyenda Perusina, 72 (Fuentes Franciscanas, n. 1626)
[2] Admoniciones, VI (FF, n. 155).
[3] Fr. Joseph Neuner, S.J., On Mother Teresa’s Charism, “Review for Religious”, Sept- Oct. 2001, vol. 60, n.5 [En adelante abreviado: JN] (Los documentos citados en esta predicación me los ha puesto amablemente a disposición la Postulación general de la Causa de Madre Teresa).
[4] “There is so much contradiction in my soul, such deep longing for God, so deep that it is painful, a suffering continual - yet not wanted by God, repulsed, empty, no faith, no love, no zeal.... Heaven means nothing to me, it looks like an empty Place” (JN)
[5] Juan Taulero, Homilía 40 ( ed. G. Hofmann, Johannes Tauler, Predigten, Friburgo en Br. 1961, p.305).
[6] Cf. Fr. A. Huart, S.J., Mother Teresa: Joy in the Night, “Review for Religious”, Sept.-Oct. 2001. vol. 60, n.5 [En adelante abreviado AH].
[7] “Today my soul is filled with love, with joy untold, with an unbroken union of love” (JN)
[8] “I have begun to love my darkness for I believe now that it is a part, a very small part, of Jesus’ darkness and pain on earth” (JN).
[9] “The whole time smiling - Sisters and people pass such remarks - they think my faith, trust, and love are filling my very being… Could they but know - and how my cheerfulness is the cloak by which I cover the emptiness and misery” (AH).
[10] Apophtegmata Patrum, Poemen 37 (PG 65, 332).
[11] G. Varangalakudy, A sister for Gandhi, “The Tablett”, 11 octubre 2003, p. 12.
[12] S. Gregorio Magno, Moralia in Job, I,3,40 (PL 75, 619).
[13] NMI, 27
[14] “If my pain and suffering, my darkness and separation give you a drop of consolation, my own Jesus, do with me as you wish… Imprint on my soul and life the suffering of your heart.... I want to satiate your thirst with every single drop of blood that you can find in me.... Please do not take the trouble to return soon. I am ready to wait for you for all eternity” (JN).
[15] Cf. S. Caterina da Genova, Trattato del Purgatorio, 4 (ed. Cassiano Carpaneto da Langasco, Sommersa nella fontana dell’amore. Santa Caterina Fieschi Adorno, vol. 2, Le opere, p. 96; cf. también vol. 1. La vita, pp. 49 s.
[16] “They say people in hell suffer eternal pain because of the loss of God.... In my soul I feel just this terrible pain of loss, of God not wanting me, of God not being God, of God not really existing. Jesus, please forgive the blasphemy” (JN).
[17] “I wish to live in this world which is so far from God, which has turned so much from the light of Jesus, to help them - to take upon myself something of their suffering” (JN).
[18] “I have been on the verge of saying - No … I feel as if something will break in me one day”. “Pray for me that I may not refuse God in this hour - I don’t want to do it, but I am afraid I may do it” (AH).).
[19] Il libro della Beata Angela da Foligno, ed. Quaracchi, Grottaferrata, 1985, p. 576 s.
[20] “The other day I can’t tell you how bad I felt - there was a moment when I nearly refused to accept - deliberately I took the Rosary and very slowly without even meditating or thinking - I said it slowly and calmly” (AH).
[21] Apophtegmi dei Padri, del manuscrito Coislin 126, n. 205 (ed. F. Nau, en “Revue de l’Orient Chrétien” 13, 1908, p. 279.

Tercera predicación: «¿CONOCÉIS A JESÚS VIVO?»
Viernes 19 diciembre de 2003

1. Jesús, sentido de la vida de Madre Teresa

El confesor de Madre Teresa, el jesuita padre Celeste Van Exem, dijo de ella: «El sentido de toda su vida es una persona: Jesús» [1]. El postulador general de su causa de beatificación, después de haber estudiado durante años su vida, los escritos y los testimonios de otros sobre ella, concluye: «Si tengo que decir, en síntesis, por qué es elevada al honor de los altares, respondo: por su amor personal a Jesús, que ella vivió de forma tan fuerte como para considerarse Su esposa. La suya ha sido una vida Jesús-céntrica». [2].
El testimonio más significativo al respecto es la carta que Madre Teresa escribió a toda la familia de las Misioneras de la Caridad desde Varanasi, durante Semana Santa, el 25 de marzo de 1993 [3]. «Una carta tan personal –decía al comienzo— que he querido escribirla de mi propia mano». En ella dice:
«Me preocupa el pensamiento de que alguna de vosotras aún no haya encontrado a Jesús individualmente, tú y Jesús solos. Podemos pasar mucho tiempo en la capilla, ¿pero has visto con los ojos del alma el amor con el que Él te mira? ¿Conocéis verdaderamente a Jesús vivo: no de los libros, sino de estar con Él en vuestro corazón? ¿Habéis oído las palabras de amor que Él os dirige?... Nunca abandonéis este íntimo contacto diario con Jesús como una persona viva y verdadera, no como una idea».
Aquí se ve cómo Jesús no era para Madre Teresa una abstracción, un conjunto de doctrinas, de dogmas, o el recuerdo de una persona que vivió en otros tiempos, sino un Jesús vivo, real, alguien a quien mirar en el propio corazón y por quien dejarse mirar.
La Madre explica que si hasta ahora no había hablado tan abiertamente había sido por un sentimiento de reserva y para imitar a María, que «guardaba todas las cosas en su corazón», pero que ahora sentía la necesidad, antes de dejarlas, de decirles cuál era para ella el sentido de toda su obra: «Para mí está claro: todo en las Misioneras de la Caridad existe para saciar [la sed de] Jesús» [4].
A la pregunta: «¿Quién es Jesús para mí?», ella responde con una inspirada letanía de títulos:
«Jesús,
es la Palabra para ser pronunciada.
Es la Vida para ser vivida.
Es el Amor para ser amado.
Es el Gozo para ser compartido...
Es el Sacrificio para ser ofrecido.
Es la Paz para ser transmitida.
Es el Pan de vida para ser comido...» [5]

El amor por Jesús asume espontáneamente la forma de amor esponsal. Ella misma relata:
«Por lo mucho que hablo de dar con una sonrisa, una vez un profesor en los Estados Unidos me preguntó: “¿Pero usted está casada?”. Le respondí: “Sí, y a veces me resulta muy difícil sonreír a mi esposo, Jesús, porque puede ser muy exigente en ocasiones”» [6]
La mayoría de los árboles de elevado tronco tiene una raíz madre que desciende perpendicularmente en el terreno y es como la continuación, bajo tierra, del tronco. En italiano se llama «raíz vertical». Es ésta la que da a ciertos árboles, como la encina, la inamovilidad por la cual ni siquiera los vientos más impetuosos consiguen arrancarlos. También el hombre tiene esta raíz vertical. En el hombre que vive según la carne es precisamente el propio «yo», el amor desordenado de sí mismo, el egoísmo; en el hombre espiritual es Cristo. Todo el camino hacia la santidad consiste en cambiar nombre y naturaleza a esta raíz hasta poder decir con el Apóstol: «No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Gracias también a la larga purificación de su noche oscura, Madre Teresa llevó a cumplimiento este proceso en el que todos estamos empeñados.

2. Fruto del amor es el servicio

Uno de los dichos más conocidos de Madre Teresa es: «El fruto del amor es el servicio, y el fruto del servicio es la paz» [7]. Las dos cosas –amor por Jesús y servicio de los más pobres entre los pobres— nacieron juntas, como en un único río de lava, en el alma de Madre Teresa en el momento de su segunda llamada, el 10 de septiembre de 1946. Decía a sus hijas:
«“Tengo sed” y “A mí me lo hicísteis” : acordaos de unir siempre las dos cosas, el medio con el Fin. Que nadie separe lo que Dios ha unido... Nuestro carisma es saciar la sed de amor y de almas de Jesús trabajando por la salvación y la santificación de los más pobres entre los pobres» [8]
«You-did-it-to-me: A-mí-me-lo-hicisteis»: Madre Teresa contaba estas palabras con los dedos de la mano y decía que era el «Evangelio de los cinco dedos». Para Madre Teresa, Jesús, que está presente en la Eucaristía, está presente, de forma distinta pero igualmente real, «en el desconcertante disfraz del pobre». La letanía en honor de Jesús recordada antes continúa diciendo sin pausa:
«Jesús es el Hambriento para ser alimentado.
Es el Sediento para ser saciado.
Es el Desnudo para ser vestido.
Es el Desamparado para ser acogido.
Es el Enfermo para ser curado.
Es la Persona en soledad para ser amada». [9]

Todos sabemos a qué niveles se lanzó su servicio a los más pobres entre los pobres. En un encuentro, una religiosa le hizo observar que ella viciaba a los pobres y ofendía su dignidad dándoles todo gratis, sin pedirles nada. Respondió: «Hay tantas congregaciones que vician a los ricos que no está mal si hay una que vicia a los pobres» [10]. El responsable de los servicios sociales de Calcuta había entendido mejor que nadie, según Madre Teresa, el espíritu de su servicio a los pobres. Un día le dijo: «Madre, usted y nosotros hacemos la misma labor social, pero hay una diferencia: nosotros lo hacemos por algo, usted lo hace por Alguien» [11].
Hay quien ha visto en ello un límite, no un valor, del amor cristiano por el prójimo. ¿Amar al prójimo «por Alguien», esto es, por Jesús, no instrumentaliza al prójimo, no lo reduce a un medio con vistas a un fin distinto, que, en el extremo, puede ser el egoísta de ganar méritos para el paraíso?
Esto es cierto en cualquier otro caso, pero no cuando se trata de Jesús, porque es contrario a la dignidad de la persona humana estar subordinada a otra criatura, pero no estar subordinada al creador mismo, a Dios. En el cristianismo hay una razón aún más fuerte. Cristo se ha identificado con el pobre. El pobre y Cristo son la misma cosa: «A mí me lo hicisteis». Amar al pobre por amor a Cristo no significa amarlo «por una persona interpuesta», sino en persona. Este es el misterio que se imprimió en la vida de Madre y que ella recordó proféticamente a la Iglesia.
El amor a Jesús impulsó a Madre Teresa, como a otros santos antes que ella, a hacer cosas que ningún otro motivo en el mundo –político, económico, humanitario— habría sido capaz de inducir a hacer. Una vez alguien, observando lo que Madre Teresa estaba haciendo con un pobre, exclamó: «¡Yo nunca lo haría por todo el oro del mundo!». Madre Teresa contestó: «¡Ni yo!». Quería decir: por todo el oro del mundo no, pero por Jesús sí.
Madre Teresa supo dar a los pobres no sólo pan, vestidos y medicinas, sino aquello de lo que tenían aún más necesidad: amor, calor humano, dignidad. Ella recordaba conmovida el episodio de un hombre hallado medio comido por los gusanos en un vertedero que, trasladado a casa y curado, dijo: «Hermana, he vivido en la calle como un animal, pero ahora moriré como un ángel, amado y curado» [12], y murió poco después diciendo con una gran sonrisa: «Hermana, voy a casa de Dios». Madre Teresa con un niño abandonado en brazos, o inclinada sobre un moribundo, es, creo, el icono mismo de la ternura de Dios.

3. «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve»

Y ahora la obligada pregunta: ¿qué nos dice a nosotros este aspecto de la vida de Madre Teresa? Ella nos ha recordado que la verdadera grandeza entre los hombres no se mide por el poder que uno ejerce, sino por el servicio que presta: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (Mt 20, 26).
Ninguno está dispensado de comprometerse, en algún modo, al servicio de los pobres, pero el servicio puede adoptar formas diferentes, como múltiples y distintas son las necesidades del hombre. Pablo habla de un «servicio del Espíritu», diakonia Pneumatos (2 Co 3, 8), del cual están encargados los ministros de la nueva alianza. Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, habla de un «servicio de la palabra» propio de los apóstoles, más importante para ellos que el servicio de las mesas (Hch 6, 4). De este servicio forma parte también el ejercicio de la autoridad y el magisterio eclesiástico. «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve», decía Jesús a los apóstoles (Lc 22, 27), ¿y en qué consistía este servicio suyo, más que en instruirles, corregirles y prepararles para la futura misión?
Lo que Madre Teresa recuerda a todos es que todo servicio cristiano, para ser genuino, debe estar motivado por el amor a Cristo. «En cuanto a nosotros –decía el Apóstol a los Corintios— somos vuestros siervos por Jesús» (2 Co 4, 5). Es posible también para quien trabaja en la Curia poner en práctica aquello que Madre Teresa llamaba «el Evangelio de los cinco dedos»: «A mí me lo hicisteis». Hacer todo por Jesús, ver a Jesús en quien se está llamado a servir, incluso en la práctica burocrática.
Pero en esta circunstancia, el Predicador de la Casa Pontificia siente la necesidad de abandonar el tono parenético del «qué se debería hacer» para adoptar en cambio el tono gozoso del reconocimiento de lo que ya es. No puedo dejar pasar la ocasión que se me ofrece de unir mi pequeñísima voz a la de toda la Iglesia. Hace veinticinco años que bajo nuestros ojos un hombre se consume en el «servicio del Espíritu». En Juan Pablo II el título Servus servorum Dei, Siervo de los siervos de Dios, introducido por San Gregorio Magno, no ha sido un título entre los demás, sino la síntesis de una vida.
También este servicio, como el de Madre Teresa, ha tenido su fuente en el amor por Jesús. Cuántas veces el Santo Padre ha repetido la frase del Evangelio que presenta el servicio pastoral de Pedro como expresión de amor por Cristo: “Simón de Juan, ¿me amas? Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15 ss). Señal de que esta palabra ha sido el motivo inspirador de su pontificado y el que todavía le impulsa a gastarse por la Iglesia. Madre Teresa decía frecuentemente que «el amor, para ser verdadero, debe doler» [13] y no se puede decir verdaderamente que el sufrimiento haya estado ausente, en todos estos años, de la vida del sucesor de Pedro...
Pero tampoco ha estado ausente una ternura que recuerda la de Madre Teresa. Muchos hemos asistido conmovidos, el otro día, en el palacio de Montecitorio, a la primera proyección del documental titulado «Juan Pablo II, testigo del invisible». Entre las imágenes más impactantes se encuentran aquellas en las que el Papa estrecha y besa a los niños, o a los enfermos. Me hacía pensar en las palabras de Dios en Oseas: «Era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla» (Os 11, 4).
Santidad, hay en el Nuevo Testamento un pasaje que parece escrito para ser pronunciado por usted ante toda la Iglesia y que yo me permito leerlo, más para nosotros que para usted. La Carta a los Romanos habla de una «consolación que viene de las Escrituras» y que ayuda a «tener viva nuestra esperanza» (Rm 15, 4) y creo que transmitir un poco de esta consolación que viene de las Escrituras es lo único que justifica el oficio que desempeño desde hace veinticuatro años. El pasaje en cuestión es el discurso de despedida de Pablo a la Iglesia de Éfeso:
«Vosotros sabéis cómo me comporté siempre con vosotros...
Sirviendo al Señor con toda humildad y lágrimas y con las pruebas que me vinieron...
Sabéis cómo no me acobardé cuando en algo podía seros útil; os predicaba y enseñaba en público...
Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios...
No me acobardé de anunciaros todo el designio de Dios. Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo...
Ahora os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados» (Hch 20, 18-32).
En un sólo punto erró Pablo aquel día, y esto nos tranquiliza; dijo que ya no verían más su rostro, haciendo que todos los presentes se echaran a llorar. Pero era un temor, no una profecía; de las Cartas pastorales sabemos que él volvió a ver a la Iglesia de Éfeso dos años después, al término de su primer apresamiento romano (Cf. 1 Tm 1, 3).
Si he hecho mal tomándome la libertad de hablar así, Santo Padre, reprócheselo a Madre Teresa, porque es ella quien me ha sugerido hacerlo con el amor que esta nueva Catalina de Siena llevaba al sucesor de Pedro.

4. El amor por Cristo: no es posible pensar en uno mayor

Ahora una conclusión navideña. Madre Teresa nos ha recordado hoy cuál fue el resorte secreto de su servicio a los pobres y de toda su vida: el amor por Jesús. Y éste es también el secreto para celebrar una verdadera Navidad. En el canto navideño Adeste fideles hay un verso que dice: Sic nos amantem quis non redamaret? «¿Cómo no corresponder a uno que nos ha amado tanto?». Un corazón amante es el único pesebre donde Cristo ama llegar en Navidad.
¿Pero dónde hallar este amor? Madre Teresa sabía a quién pedirlo: ¡a María! Una de sus oraciones dice:
«María, mi amadísima Madre, dame tu corazón tan bello, tan puro, tan inmaculado, tan lleno de amor y de humildad, para que pueda recibir a Jesús como tu lo hiciste e ir rápidamente a darlo a los demás». [14]
Pero debemos, en este punto, ser más intrépidos aún que Madre Teresa. Me explico. Madre Teresa tiene una maravillosa espiritualidad de la que he intentado sacar a la luz algunos aspectos. Pero su espiritualidad, como también la del padre Pío, se caracteriza por el tiempo en el que ambos se formaron. Faltaba de la reflexión teológica (¡no de la vida!) una clara perspectiva trinitaria que ahora, tras el concilio, por ejemplo en la Novo millennio ineunte, parece la fuente y la forma de toda santidad cristiana. La suya, como recordaba el Postulador de la causa, es una espiritualidad «Jesús-céntrica» más que trinitaria.
Madre Teresa tiene distintas y bellísimas oraciones a la Virgen, pero ninguna (al menos en los escritos de ella conocidos hasta la fecha) al Espíritu Santo. Éste es nombrado raramente y casi sólo en un inciso, con ocasión de fórmulas litúrgicas tradicionales. No hay duda de que su santidad, como la de todos los santos, es desde la cima hasta el fondo obra del Espíritu Santo. San Buenaventura dice de la sabiduría de los santos que «nadie la recibe más que quien la desea y nadie la desea salvo quien está inflamado en lo íntimo por el Espíritu Santo» [15]. Sólo que este papel del Espíritu Santo no salía a la luz lo suficiente en la formación espiritual y teológica.
Afortunadamente no es la amplitud de miras teológicas lo que hace a los santos, sino el heroísmo de la caridad. Ningún santo, por lo demás, posee por sí solo todos los carismas y agota todas las potencialidades contenidas en el modelo divino que es Cristo. La plenitud se encuentra en el conjunto de los santos, esto es, en la Iglesia, no en cada uno. Los miembros de un instituto religioso deberían ser tan sabios como para conservar intacto el patrimonio transmitido por el fundador, permaneciendo abiertos, a la vez, a acoger las luces y las gracias nuevas que el Espíritu no cesa de donar generosamente a la Iglesia.
Suscitan perplejidad aquellos movimientos o comunidades en las que todo –cada palabra de Dios, cada intuición e iniciativa espiritual— pasa rígidamente a través del responsable o del fundador y desde él se transmite a la base. Es como si las personas renunciaran, de esta forma, a tener una relación propia y original con Dios, dentro del carisma común, para convertirse en simples repetidores.
¿Qué descubrimos de nuevo respecto al amor por Jesús partiendo de una perspectiva trinitaria? Algo extraordinario: que existe un amor por Jesús perfecto, infinito, sólo digno de Él, «no es posible pensar en uno mayor», y descubrimos que existe para nosotros la posibilidad de formar parte de él, de hacerlo nuestro, de acoger con éste a Jesús en Navidad. Es el amor con el que el Padre celeste ama a su Hijo, en el momento mismo de generarlo.
En el bautismo hemos recibido tal amor, porque el amor con el que el Padre desde la eternidad ama al Hijo se llama el Espíritu Santo y nosotros hemos recibido el Espíritu Santo. ¿Qué creemos que es aquel «amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Cf. Rm 5, 5) más que, literalmente, el amor de Dios, esto es, el amor eterno, increado, con el que el Padre ama al Hijo y del que procede todo otro amor?
Decía la otra vez que los místicos no son una categoría aparte de cristianos, no existen para sorprender, sino para indicar a todos, de forma ampliada, cuál es el pleno desarrollo de la vida de gracia. Y los místicos nos han enseñado precisamente esto: que, por gracia, nosotros estamos introducidos en el torbellino de la vida trinitaria. Dios, dice San Juan de la Cruz, comunica al alma «el mismo amor que comunica al Hijo, aunque ello no sucede por naturaleza, sino por unión... El alma participa de Dios, cumpliendo, junto a Él, la obra de la Santísima Trinidad»[16].
Es Jesús mismo quien nos asegura esto muy claramente: «...para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos», dice dirigiéndose al Padre (Jn 17, 26). En nosotros, por lo tanto, por gracia, existe el mismo amor con el que el Padre ama al Hijo. ¡Qué descubrimiento, qué horizontes para nuestra oración y nuestra contemplación! El cristianismo es gracia, y la gracia no es sino esto: participación en la naturaleza divina (2 P 1, 4), o sea, en el amor divino, siendo el amor la «naturaleza» propia, aquello de lo que está hecho, el Dios de la Biblia.
Algunos místicos, como Eckhart, han hablado de una Navidad especial, misteriosa, que ocurre en el «fondo del alma». Ésta se celebra cuando la criatura humana, con su fe y humildad, permite a Dios Padre generar de nuevo en ella al propio Hijo [17]. Una máxima recurrente en los Padres –de Orígenes a San Agustín y a San Bernardo— dice: «¿De qué me sirve que Cristo haya nacido una vez en Belén si no nace de nuevo por fe en mi alma?» [18]. La costumbre de celebrar tres Misas el día de Navidad se explica tradicionalmente así: la primera conmemora el nacimiento eterno desde el Padre, la segunda el nacimiento histórico desde María, la tercera el nacimiento místico en el alma.
El místico alemán Angelo Silesio expresó esta idea en dos versos: «Por mil veces que naciera Cristo en Belén / Si en ti no nace estás perdido por la eternidad»[19]. Estos versos meditaba en la Navidad de 1955 el conocido convertido italiano Giovanni Papini; se preguntaba cómo podía suceder este nacimiento interior y la respuesta que se dio a sí mismo –y que nos puede servir también a nosotros— fue la siguiente:
«Este milagro nuevo no es imposible a condición de que sea deseado y esperado. El día en que no sientas un punto de amargura y de envidia ante el gozo del enemigo o del amigo, alégrate porque es signo de que el nacimiento está próximo... El día en que sientas la necesidad de llevar un poco de alegría a quien está triste y el impulso de aliviar el dolor o la miseria incluso de una sola criatura, estate contento porque la llegada de Dios es inminente. Y si un día eres golpeado y perseguido por la desventura y pierdes salud y fuerza, hijos y amigos y tienes que soportar la torpeza, la malignidad y el frío de los cercanos y lejanos, pero a pesar de todo no te abandonas a lamentos ni blasfemias y aceptas con ánimo sereno tu destino, exulta y triunfa porque el portento que parecía imposible ha sucedido y el Salvador ya ha nacido en tu corazón» [20].
Todos estos son «signos» del nacimiento acontecido, pero la causa, lo que lo produce, es lo que se mencionó al principio: deseo y esperanza. Una fe llena de expectación, segura de sí, expectant faith, según una expresión apreciada por los cristianos de lengua inglesa. También María concibió a Cristo así: en su corazón, por fe, antes que físicamente en su carne: prius concepit mente quam corpore. [21]
No es necesario tener «sentimientos» particulares (¿quién puede «sentir» algo así?); basta creer y, en el momento de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo la noche de Navidad, decir con sencillez: «Jesús, te acojo como te acogió María, tu Madre; te amo con el amor con que te ama el Padre celeste, esto es, con el Espíritu Santo» [22].
Con estos sentimientos les deseo, Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡feliz Navidad!
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[1] En «L’Osservatore Romano», Especial 19 octubre 2003, p.19.
[2] P. Brian Kolodiejchuk, Ib., p. 12.
[3] En espera de ser publicado, el documento me ha sido puesto amablemente a disposición por la Postulación de la causa de Madre Teresa (En adelante abreviado: Varanasi)
[4] (Varanasi, cit.).
[5] En «A fruitful Branch on the Vine, Jesus». Primer libro de Madre Teresa de Calcuta editado por las Misioneras de la Caridad, St. Anthony Messenger Press, Cincinnati, Ohio, 2000 (Colección de oraciones y dichos auténticos de la Madre; en adelante abreviado: A fruitful Branch).
[6] Del Discurso de Madre Teresa en el «Almuerzo nacional de oración», Washington 3 febrero 1994, por amable concesión de la Postulación de la causa. (En adelante abreviado: Washington)
[7] En A fruitful Branch, cit. p. 36.
[8] (Varanasi, cit.).
[9] A Fruitful Branch, cit. p. 36.f
[10] Comentario de Madre Teresa sobre el tema «La caridad, alma de la misión», carta al cardenal Tomko, 23 enero 1991, por amable concesión de la Postulación de la causa (En adelante abreviado: Commentary).
[11] (Commentary, cit.)
[12] (Washington, cit.).
[13] A Fruitful Branch, cit. p., 26.
[14] En A Fruitful Branch, cit., p. 44.
[15] San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, 7,4.
[16] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual A, estrofa 38.
[17] Cf. Maestro Eckhart, Il Natale dell’anima, por G. Faggin, Vicenza 1984.
[18] Cf. Orígenes, Comentario al Evangelio de Lucas 22,3 (SCh 87, p. 302).
[19] Angelo Silesio, Il Pellegrino cherubico, I, 61: «Wird Christus tausendmal zu Bethlehem geborn / und nicht in dir: du bleibst noch ewiglich verlorn».
[20] Cit. de A. Comastri, ¿Dónde está tu Dios? Historias de conversiones del siglo XX. San Pablo 2003, p. 52.
[21] Cf. S. Agustín, Discursos 215,4 (PL 38, 1074).
[22] Cf. lo que escribe S. Francisco, Admoniciones I (FF, 142): «El Espíritu del Señor, que habita en sus fieles, es él quien recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor».