Un voluntario de Suizo en Calcuta
Soy un estudiante de medicina de Zurich. La pasada Navidad acepté ir a Calcuta para trabajar como voluntario con las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa. El amigo que me había invitado me sorprendió durante el viaje con dos afirmaciones que sólo pude comprender al llegar a la India: “No venimos a Calcuta para dar de comer a la gente o curarla, ni `para cambiar las cosas; venimos, sobretodo para amar” además, me repitió alguna palabra de Madre Teresa: “cuando das, das hasta el fondo, incluso hasta llegar al dolor”. Entonces pensé: pero ¿cómo puedo amar si no es con la ayuda que puedo ofrecer? ¿qué significa “incluso hasta llegar al dolor”?
Al día siguiente de nuestra llegada, fuimos a la Casa del Morente, la primera que fundó la Madre Teresa. En este lugar, dividido en dos dormitorios, decenas de hombres y mujeres yacían al borde la muerte por causa del hambre y de las enfermedades infecciosas. Creía que sólo iba allí de visita, pero me dieron un delantal y me dijeron que llevase a lavar a los enfermos. Al ver en qué estado se encontraban aquellos cuerpos esqueléticos, cubiertos de llagas y excrementos, me asaltaron mil preocupaciones, especialmente de orden higiénico. Toda la buena voluntad con la que me había pertrechado no podía nada contra aquella miseria.
Los siguientes días estuve trabajando en Prem Dam, un viejo centro cercano a un suburbio donde hay personas discapacitadas y algunos otros enfermos. Una mañana llevaron a un joven extenuado por el hambre, lleno de pulgas y cubierto tan sólo por un trozo de tela. Lo examiné junto otros dos voluntarios. No daba señales de vida, estaba completamente deshidratado y apenas se le podía percibir el pulso. Como no disponía de un goteo, estaba seguro de que moriría en poco tiempo. Al verme privado de medios, me vine abajo y no fui capaz de permanecer a su lado. Aquella misma noche supe que el joven se había repuesto un poco. Mi compañero de trabajo le dio masajes con aceite toda la tarde y por la noche consiguió que bebiera. Al día siguiente ya comía, y yo me quedé boquiabierto mientras un voluntario gritaba: “¡milagro!”. Me explicó que esos milagros suceden cada día.
Al volver del trabajo, nos paraba por las calles para que hiciéramos pequeñas curas. En una ocasión me pregunté qué sentido tenía curar una herida que no podría vigilar al día siguiente y que se ensuciaría inmediatamente. Como buen estudiante de medicina suizo estaba acostumbrado a tenerlo todo programado y bajo control, pero Calcuta me obligó a vérmelas con los límites de todos mis esfuerzos. Pronto entendí que el problema no era sólo “profesional”. Frente a la miseria cotidiana, sin salida posible, no podía en modo alguno comprender por qué las Hermanas misioneras no perdían su leticia. Nunca habría podido escapar de todas mis objeciones si una mañana no llego a caer en la cuenta de que lo que movía a las hermanas era, en primer lugar, reconocer con estupor y sencillez una Presencia.
En una ocasión estábamos extendiendo crema sobre la piel de un paciente. Nos parecía repugnante aquella piel tan seca, marcada por la enfermedad. No hacía mas que preguntarme como podía mi amigo, que estaba a mi lado, arreglárselas para desempeñar ese trabajo con tanto entusiasmo. Él había notado que yo le observaba. De repente, sin dejar de extender la crema sobre el paciente, me dice con una sonrisa: “este es Jesús”. Esta sencilla afirmación cambió de golpe mi sistema de referencia y desplazó el centro de gravedad de mis acciones del “¿qué puedo hacer?” a “¿ a quién tengo entre mis manos?”. Comencé, entonces, a observar cómo vivían las hermanas y el valor que daban a las palabras “amor” y “libertad”. Si el mundo se acabase ahora, en este instante, ¡ellas estarían viviendo por Cristo! Si la libertad se manifiesta donde descansa la certeza que tenemos, para las hermanas, la única libertad es Cristo. No tiene nada más que dos saris. Por ello son libres: su relación con la realidad es inmensa, están frente a Jesús; en medio no hay lugar para un “pero” o un “bueno, si...”. La pregunta ¿qué puedo hacer? no debe ser la última palabra ante el enfermo, porque, si fuese así, en cuanto me falta se un goteo, sería incapaz de permanecer junto al hombre que sufre. Lo que puedo hacer es darle lo mismo que yo necesito: un abrazo que acoja todo su ser, su sufrimiento y un deseo de vida y felicidad. Sin ese abrazo total, afanarse por curar una herida significa reducir el misterio del sufrimiento a un simple trozo de carne enferma.
La Madre Teresa nos invita a entregarnos hasta el olor, es decir, hasta el punto de renunciar, no sin dolor, a la afirmación del proyecto bueno que tenemos, para ser instrumentos eficaces de la caridad de Jesús. Aceptar ser instrumento de Otro significó comprender lo razonable que es la oración. Un voluntario y una hermana asistían a un enfermo a punto de morir. La hermana se había dado cuenta de que las atenciones que le habían prodigado hasta ese momento ya no servían para mitigar aquel sufrimiento atroz. Entonces se dirigió al voluntario y le dijo: “ahora vamos a rezar”. La última palabra sobre el sufrimiento es pedir compañía a Cristo.
Pietro,
Zurich